viernes, 7 de agosto de 2015

Sueños de noches de verano

En esta primera semana de vacaciones, los sueños han sido raros. A mi edad ya suelo escuchar a mi cuerpo (para dormir, descansar, comer, andar, menos follar, que está muy complicado, casi todo lo demás) así que durante un par de días he dormido desde temprano; hace años leí una entrevista a un psicólogo que decía que los primeros días de vacaciones hay que dormir todo lo que te pide el cuerpo, para saldar la deuda que tienes con él en este campo.

He ido a la playa, recordad que soy una sirena, he leído un maravilloso libro, música para feos de Lorenzo Silva y he empezado otro, el domador de leones de Camila Lackberg, el noveno de su larga saga; ya sé que no es una gran escritora, y me gusta mucho como escribe. Como cuenta los bajos fondos y miserias de la, aparentemente tranquila Suecia y no siempre hay que profundizar en las lecturas. También he comido bien y visto un par de películas de esas de cine español que están dando en la 2, creo que inconscientemente por parte de la dirección de ese ente público.

Y he tenido dos sueños raros, más bien feos. La noche del miércoles al jueves soñé que yo paría, algo que es imposible, nunca voy a parir, quizás esto se deba a que he pasado tiempo con mis sobrinos (esta semana era un poco para ellos) y también a que tengo un par de amigas embarazadas y eso me hace mucha ilusión.

Anoche fueron dos, en uno de ellos me salía una mancha en la cara y estaba a punto de morirme, quizás porque tengo una amiga que está pasando un mal momento inesperado con un familiar. En el segundo alguien me empujaba a un pozo y conseguí agarrarme al brocal y algunos de mis amigos me salvaron. A mediodía quería dormir siesta, verme en el pozo lo ha impedido, me ha rondado toda la jornada. Dicen que cuando sueñas que alguien se muere le estás dando siete años más de vida, no sé si esto es aplicable a una misma, que tampoco es el caso vivir eternamente.

Este sueño me desveló y estaba despierta a la misma hora que suena el reloj para ir a trabajar. Tras remolonear un rato en la cama decidí levantarme. Desayuné bien mientras leía los diarios e hice una tortilla de patatas para cuando viniera de la playa. Soy buena haciendo tortilla de patatas, diría que soy una buena tortillera, si no causara hilaridad cada vez que lo digo, pero lo soy. Mi abuela Pepa decía que el secreto de una buena tortilla de patatas es que las papas estén bien fritas y yo me aplico y no, no le pongo cebolla, le pongo ajos y perejil. Si te gusta la cebolla, no soy tu tipo, ni lo intentes, no hay nada que hacer.

Volví a la cama y leí un rato. Salí de ella por segunda vez y me fui a la playa; el cielo gris oscuro, poca gente y el agua a una temperatura estupenda y restos de la tormenta de la noche anterior. Anduve casi cuatro kilómetros hasta que llegué a donde quería estar. Por el camino paré en el chiringuito afortunado con el cuponazo y apenas estaban abriendo. Quería tomar café, así que seguí hasta otro chiringuito donde esperé diez minutos que me atendieran, apenas había gente y como no vinieron, me levanté y me fui. Paré en el siguiente e hice como en las películas americanas, pedí el café para llevar y se mantuvo caliente hasta que llegué a las rocas del espigón, quería tomarme el café mientras miraba llegar los barcos que venían de faenar, no se veía mucho por la niebla.

Al rato puse sobre la arena mis cosas y me di un baño, cuando volví la toalla estaba enterrada de arena levantada por el viento, no me puse crema para no parecer una croqueta. Una gaviota se posó cerca de mí, al rato se sentó y así estuvo hasta que llegó la hora de volver. Pensé hacerle una foto pero ¿quién era yo para interrumpir su tranquilidad?

Creo que ahora sé que a veces, el tiempo pasa y no se mide ni en días, ni en noches, ni en horas, ni en minutos, ni en segundos. Se mide en las palabras que no dices o no escribes. Y nunca sabrás si es lo peor o lo mejor que te puede pasar.


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