viernes, 19 de febrero de 2016

Las salas (de espera)

Esta semana he tenido que ir dos días a distintos hospitales de Huelva; la primera cita era el martes por la mañana, debía hacerme una analítica y la cita era a las nueve cincuenta. Como hay que ir en ayunas, salí de casa a las nueve siendo mala persona, compré El País y tome el bus para el hospital, pensando como siempre que si llego antes de la hora, antes acabaré y antes podre irme, nunca es así. Cuando llego hay como setenta personas que han debido pensar lo mismo que yo, las citas van con retraso, entrego mis papeles y encuentro un hueco para sentarme. Saco el periódico, ya nadie lee periódicos ni libros en las esperas, todos miran el teléfono y algunos niños juegan con sus maquinas, suspiro con un poco de tristeza y siento que la rara soy yo.

Hay de todo, mujeres embarazadas, personas mayores, adolescentes, niños como ya he dicho y a pesar de los letreros diciendo que se apague el móvil, a cada momento suena la llegada de mensajes y aún así, conforme pasan los minutos el ruido de las voces se va elevando hasta que llega un momento que una enfermera pide silencio. No entiendo eso de tener que hablar en voz alta, todo el rato, en cualquier lugar.

Me gusta que a los niños que llegan,  la enfermera que los atiende les da un chupahups les endulza la espera y me parece bien, de pronto uno de los niños se echa a llorar, la enfermera no le ha dado el suyo por despiste y el niño le dice a su madre que se lo pida, finalmente se acerca él y vuelve a sentarse feliz. Una hora después salgo del hospital salgo del hospital con menos sangre de la que llevaba al llegar y siendo muy mala persona; la ausencia de café me convierte en eso.

La segunda cita fue el jueves por la tarde en otro hospital, también llego poco antes de la cita con la misma esperanza del día anterior, y no. En esta sala de espera hay menos personas, también ruidosas. Me llama la atención un chico que no levanta la mirada del teléfono ni para responder al saludo, debe ser porque tiene el sonido del mismo puesto para todo el hospital. A mi lado una pareja que todo el rato se coge de las manos y él le pregunta hasta tres veces si está bien allí y si lo quiere, yo creo que están empezando y sonrío.

Más tarde de la hora citada avisan para hacerme un electro, ponen sobre mi cuerpo todos esos parches y esas pinzas de colores que me fascinan y todo sale bien; cuando salgo hay menos personas en la sala de espera pero con más prisas. El chico del teléfono para todo el hospital ni se ha movido, cuando lo hace se da cuenta que quien ha llegado después de él ya han salido, pregunta y le toca.

La siguiente soy yo, una hora después de la de la cita; me atiende un médico muy repeinado, estrecha mi mano al entrar y pregunta y pregunta, una de estas es “¿se levanta usted tosiendo y mal por la mañana?”, no, le respondo, me levanto feliz, y me mira como si no entendiera, quiero decir que aunque a veces cuesta salir de la cama para mí no es especialmente difícil y que tengo más problemas para salir de la modorra de la siesta, cuando hago siesta.

Hay una enfermera también en la consulta. Momentos antes le había preguntado si iba a tardar mucho y ella dijo “¿eres María Victoria?” al responderle que sí ha sonreído, con esas sonrisas que llegan a los ojos, las que son de verdad “ahora vas tú, hay dos personas que no han venido y si vienen, tendrán que esperar” y he podido ver que es guapa a rabiar, que en su rostro destacan los ojos y que parece feliz haciendo su trabajo. Salgo de la consulta y le digo a la enfermera que es guapísima, ella da las gracias y sonríe.

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