viernes, 2 de septiembre de 2016

La ciudad en la ciudad, Coyoacán

México Distrito Federal, esa es para mí la ciudad, podría escribirlo con mayúsculas pero no es necesario, cualquier que me conozca sabe que es así, no es que tenga una historia de amor con esa ciudad, es mucho más, es pasión. Aunque estoy un tanto enfadada con sus gobernantes, quieren aprobar un nuevo nombre y que pase a ser Ciudad de México, dejando de ser distrito federal, que es lo que le da rebeldía.
De todos los lugares de esa ciudad mi favorito es el barrio de Coyoacán, siempre vuelvo a él y van siete las veces que visito ese país. Coyoacán ha sido siempre el barrio bohemio y artístico de la ciudad, allí está la casa azul de Frida y Diego con túnel por debajo que la comunica con la casa de Trotsky (la leyenda cuenta que León y Frida eran amantes). En una de sus cuadras hay una casa que ocupa toda una esquina entre calles que fue la casa del mítico Indio Fernández y un poco más allá “La Escondida” una finca inmensa que fue de la gran Dolores del Río y que ahora es un lugar de celebraciones, de hecho la boda de mi amiga Irma se celebró allí; fue impresionante pasear el mantón de manila de más de 100 años que es herencia de mi madre por esas escaleras, esas rampas, esos salones con esas lámparas. Soñar.
Coyoacán no es un barrio peligroso, no me lo parece y lo he recorrido varias veces; es un barrio lleno de pequeños barrios y casi todos tienen una plazoleta y zócalo y árboles centenarios y jardines muy bien cuidados y no todos son populosos, y ¡¡¡cinco iglesias!!! (que yo contara).
Llegando y desde tres calles antes hasta donde llega el aroma, me gusta siempre tomar café en El Jarocho. El Jarocho es una tienda pequeña donde venden todos los cafés que produce México y son muchos, y también te lo sirven, lo bonito del lugar es que no es un bar, coges tu café y te puedes sentar en el único banco que hay frente a la puerta de entrada o seguir caminando; con el café en la mano puedes ir hasta la casa azul e intentar entender a Frida Kahlo y a Diego Rivera y sorprenderte de que no es tan azul por dentro. Todo es excesivo en esa casa, quizás como ellos.
Saliendo de la casa me gusta caminar hasta el mercado de artesanías, es enorme, tiene muchas calles y ahí encuentro siempre todos los regalos que nunca tengo tiempo de comprar según avanza el viaje, mis favoritos son los paliacates y las catrinas, estas, si son buenas, suelen ser muy caras, pero dicen que dan buena suerte si te las regalan, también hay toda clase de remedios caseros para el amor, el desamor, el desempleo, el salud, los estudios, muñecos y muñecas indígenas e incluso aún hay quien los vende con pasamontañas en un eterno homenaje al Subcomandante Marcos.


Se acerca la hora de comer y la oferta es muy grande, cantinas, puestos en los mercados, puestos en la calle, y nunca sé que elegir, mi hambre burguesa me lleva a la Guadalupana, una cantina mexicana, mexicana donde hacen unos de los mejores chiles enogadas que puedas probar y quesadillas; mi hambre atrevida me lleva a comer chicharrones bañados en chile picante de cualquier puesto de la calle, lo que hace que mis amigos se preocupen por si me enfermo, nunca ha sucedido, se ve que Moctezuma no se quiere vengar en mí.
Como resultado de la edad cuando viajo me gusta cada vez más aprovechar el día en la calle, soy más diurna que nocturna y tras la comida, paseando para bajarla un poco, el sentido me lleva a la heladería Siberia, qué gran nombre para una heladería ¿verdad? sus helados y nieves son exquisitos, aunque pienso que los últimos años han perdido calidad; ah! y una de las cosas que más me gusta es hacer la cola y escuchar hablar en mexicano, observar a las personas.
Y hablando de observar a las personas, llegamos a la parte triste del relato. La hora del café. Aún recuerdo la envidia que me produjo descubrir en mi primer viaje una gran cantidad de librerías-cafeterías, es mi sueño dorado, poder tener un lugar así. Y llegar a El Parnaso, podéis imaginar el porqué del nombre, del que me enamoré. Un flechazo brutal. Estaba la librería y al lado la cafetería-restaurante, las fotos te contaban como por allí pasaban habitualmente Carlos Fuentes, Octavio Paz, García Márquez, Elena Poniatowska, Ángeles Mastreta, Carlos Monsiváis, los Taíbo y muchos más como residentes que eran, pero también Mario Vargas Llosa, Sergio Ramírez, Arturo Pérez Reverte , que pasaban por la ciudad. Toda la literatura iberoamericana aquí desconocida, estaba allí; también toda la literatura española a precios más asequibles que aquí.
Me produjo una emoción especial pisar esa librería y ese café. Llegabas, ojeabas un libro, lo comprabas o no, pedías La Jornada en el quiosco de la esquina y con una taza de café o del exquisito chocolate que hacían, veías la vida pasar. Allí estaba el corazón del distrito federal, trabajadores y trabajadoras a la salida del trabajo elegantes, los estudiantes con sus mochilas, las indias vendiendo artesanías, los más pequeños jugando a la salida del cole o pidiendo, los manifestantes y sus reivindicaciones. El parnaso ya no existe, la poesía se ha trasladado otros lugares.
Y como no hay historia de amor que no se bañe en alcohol, me gusta acaba en el El Hijo del Cuervo, que es lo que nosotros llamamos bar, y ellos antro aciertan a calificar.
PD.: este texto lo escribí hace unos meses para un taller de escritura.