México
Distrito Federal, esa es para mí la ciudad, podría escribirlo con
mayúsculas pero no es necesario, cualquier que me conozca sabe que
es así, no es que tenga una historia de amor con esa ciudad, es
mucho más, es pasión. Aunque estoy un tanto enfadada con sus
gobernantes, quieren aprobar un nuevo nombre y que pase a ser Ciudad
de México, dejando de ser distrito federal, que es lo que le da
rebeldía.
De
todos los lugares de esa ciudad mi favorito es el barrio de Coyoacán,
siempre vuelvo a él y van siete las veces que visito ese país.
Coyoacán ha sido siempre el barrio bohemio y artístico de la
ciudad, allí está la casa azul de Frida y Diego con túnel por
debajo que la comunica con la casa de Trotsky (la leyenda cuenta que
León y Frida eran amantes). En una de sus cuadras hay una casa que
ocupa toda una esquina entre calles que fue la casa del mítico Indio
Fernández y un poco más allá “La Escondida” una finca inmensa
que fue de la gran Dolores del Río y que ahora es un lugar de
celebraciones, de hecho la boda de mi amiga Irma se celebró allí;
fue impresionante pasear el mantón de manila de más de 100 años
que es herencia de mi madre por esas escaleras, esas rampas, esos
salones con esas lámparas. Soñar.
Coyoacán
no es un barrio peligroso, no me lo parece y lo he recorrido varias
veces; es un barrio lleno de pequeños barrios y casi todos tienen
una plazoleta y zócalo y árboles centenarios y jardines muy bien
cuidados y no todos son populosos, y ¡¡¡cinco iglesias!!! (que yo
contara).
Llegando
y desde tres calles antes hasta donde llega el aroma, me gusta
siempre tomar café en El Jarocho. El Jarocho es una tienda pequeña
donde venden todos los cafés que produce México y son muchos, y
también te lo sirven, lo bonito del lugar es que no es un bar, coges
tu café y te puedes sentar en el único banco que hay frente a la
puerta de entrada o seguir caminando; con el café en la mano puedes
ir hasta la casa azul e intentar entender a Frida Kahlo y a Diego
Rivera y sorprenderte de que no es tan azul por dentro. Todo es
excesivo en esa casa, quizás como ellos.
Saliendo
de la casa me gusta caminar hasta el mercado de artesanías, es
enorme, tiene muchas calles y ahí encuentro siempre todos los
regalos que nunca tengo tiempo de comprar según avanza el viaje,
mis favoritos son los paliacates y las catrinas, estas, si son
buenas, suelen ser muy caras, pero dicen que dan buena suerte si te
las regalan, también hay toda clase de remedios caseros para el
amor, el desamor, el desempleo, el salud, los estudios, muñecos y
muñecas indígenas e incluso aún hay quien los vende con
pasamontañas en un eterno homenaje al Subcomandante Marcos.
Se
acerca la hora de comer y la oferta es muy grande, cantinas, puestos
en los mercados, puestos en la calle, y nunca sé que elegir, mi
hambre burguesa me lleva a la Guadalupana, una cantina mexicana,
mexicana donde hacen unos de los mejores chiles enogadas que puedas
probar y quesadillas; mi hambre atrevida me lleva a comer
chicharrones bañados en chile picante de cualquier puesto de la
calle, lo que hace que mis amigos se preocupen por si me enfermo,
nunca ha sucedido, se ve que Moctezuma no se quiere vengar en mí.
Como
resultado de la edad cuando viajo me gusta cada vez más aprovechar
el día en la calle, soy más diurna que nocturna y tras la comida,
paseando para bajarla un poco, el sentido me lleva a la heladería
Siberia, qué gran nombre para una heladería ¿verdad? sus helados y
nieves son exquisitos, aunque pienso que los últimos años han
perdido calidad; ah! y una de las cosas que más me gusta es hacer la
cola y escuchar hablar en mexicano, observar a las personas.
Y
hablando de observar a las personas, llegamos a la parte triste del
relato. La hora del café. Aún recuerdo la envidia que me produjo
descubrir en mi primer viaje una gran cantidad de
librerías-cafeterías, es mi sueño dorado, poder tener un lugar
así. Y llegar a El Parnaso, podéis imaginar el porqué del nombre,
del que me enamoré. Un flechazo brutal. Estaba la librería y al
lado la cafetería-restaurante, las fotos te contaban como por allí
pasaban habitualmente Carlos Fuentes, Octavio Paz, García Márquez,
Elena Poniatowska, Ángeles Mastreta, Carlos Monsiváis, los Taíbo y
muchos más como residentes que eran, pero también Mario Vargas
Llosa, Sergio Ramírez, Arturo Pérez Reverte , que pasaban por la
ciudad. Toda la literatura iberoamericana aquí desconocida, estaba
allí; también toda la literatura española a precios más
asequibles que aquí.
Me
produjo una emoción especial pisar esa librería y ese café.
Llegabas, ojeabas un libro, lo comprabas o no, pedías La Jornada en
el quiosco de la esquina y con una taza de café o del exquisito
chocolate que hacían, veías la vida pasar. Allí estaba el corazón
del distrito federal, trabajadores y trabajadoras a la salida del
trabajo elegantes, los estudiantes con sus mochilas, las indias
vendiendo artesanías, los más pequeños jugando a la salida del
cole o pidiendo, los manifestantes y sus reivindicaciones. El parnaso
ya no existe, la poesía se ha trasladado otros lugares.
Y
como no hay historia de amor que no se bañe en alcohol, me gusta
acaba en el El Hijo del Cuervo, que es lo que nosotros
llamamos bar, y ellos antro aciertan a calificar.
PD.: este texto lo escribí hace unos meses para un taller de escritura.