El próximo día 14 de abril se
cumple un año del secuestro de más de doscientas niñas secuestradas en un
colegio de Chibok, un colegio situado al nordeste de Nigeria por una banda de terroristas
denominada Boko Haram, que dicen actuar
en nombre de Alá, que al parecer es un dios.
Y digo más de doscientas porque
nadie saber decir una cifra exacta, después de algunas hayan escapado y otras
hayan muerto. Cuentan las crónicas, que ya no son diarias, ni semanales, ni
mensuales, que las que siguen secuestras son usadas como esclavas sexuales y obligadas a contraer matrimonio con quienes
el líder decide.
Todas esas niñas escolarizadas tienen
padres, hermanos, primos, amigos y podrían ser cualquier de nuestras hijas,
sobrinas, hermanas y amigas de alguna de estas. Y nombres, sobre todo tienen
nombres, las personas tienen nombres.
El próximo 26 de abril se cumplen
siete meses de la desaparición de 43 alumnos de la escuela normal de Ayotzinapa
en el estado de Guerrero (México), solo uno de ellos ha sido identificado
(Alexander Mora Venancio) de unos restos calcinados y convertidos en
irreconocibles en un basurero con una dosis de violencia inconcebible. Y hablo
de desaparición porque sus padres aún mantienen la esperanza de que aparezcan con
vida, ya que nadie les entrega sus cuerpos.
La escuelas normales de México
son unos colegios que se fundaron en México después del triunfo de la
revolución son el fin de que los hijos de los campesinos con menos recursos pudieran
estudiar para ser maestros y así pudieran volver a las comunidades de origen y
poder impartir enseñanzas. Un circulo vicioso de educación que en el México
moderno parece haberse convertido en un estorbo, porque cuantas menos
oportunidades tengas los hijos de los más pobres, mejor para los hijos de lo
más ricos. Lo más terrible de todo es que
esta desaparición es responsabilidad de las fuerzas de seguridad del estado,
que al parecer no necesitan ningún dios en el que refugiarse para actuar.
Todos esos estudiantes tienen
padres, esposas, novias, hijos, hermanos, amigos. Y nombres, sobre todo tienen nombres, las
personas tienen nombres.
El próximo jueves se cumplirá una
semana de que ciento cuarenta y ocho estudiantes universitarios fueron asesinados
en la universidad de Garissa (Kenia). Los autores de la matanza unos
terroristas llamados Al Shabab que también dicen matar en nombre de Alá, que al
parecer es otro dios, parecido al del grupo anterior.
Se cuentan por centenares los heridos
en los hospitales y no todos los estudiantes que resultaron ilesos han
aparecido, al parecer muchos huyeron y se escondieron presos de terror. He
visto fotos de ese día en esa universidad y me produjo una sensación agridulce
ver a una chica aterrorizada y herida vestida como yo (y cuando digo vestida como yo quiero decir
que no iba cubierta de los pies a cabeza) quizás estos que matan en nombre de
Alá y la paz mundial hubieran preferido verla vestida así.
Todos esos estudiantes tienen
padres, novias, hermanos, amigos. Y nombres, sobre todo tienen nombres, las
personas tienen nombres.
Deberíamos ser capaces de ver en
estos asesinatos y desapariciones el vínculo que tienen con la educación. Si acabas con la educación se impone la
religión y yo pienso que es al revés, más educación y menos religión. Por no
hablar de acabar con el negocio de la compraventa de armas, que merece un
capítulo aparte. Como la geopolítica, sometida a intereses bastardos.
No haré postureo, ni fingiré que
todas las muertes me duelen igual porque no es así. Todas las muertes
violentas, sean o no en nombre de un dios, son dolorosas, pero a mi todas no me
afectan de la misma manera. Hay lugares en el mundo que siento cerca y otros
que siento menos cerca y no afectan de la misma manera a mi estado de ánimo,
como no afecta la muerte de escritores, actores, músicos o premios nobeles,
tampoco las de personas que conozco más
o menos, igual esto me convierte en mala persona, pero no en mentirosa.
Días pasados, tras el último
accidente de avión, se decidió que en todas las instituciones públicas de
España se guardara un minuto de silencio, también en la universidad donde
trabajo. Confieso que no participé de él, creo que se puedo contar con los
dedos de una mano los minutos de silencio que he guardado en mi vida, porque no
creo en ellos. Creo y pienso, que cuando se comete una injusticia no hay que
callar, hay que gritar, gritar por los que ya no pueden hacerlo.
Y a modo de posdata diré que me
produce estupor el silencio de la comunidad universitaria, incluida a la que
pertenezco, estupor y vergüenza. Como dijo Eduardo Galeano “la solidaridad es
la ternura de los pueblos”.