Esta semana he tenido que ir dos días a distintos hospitales de Huelva; la primera cita era el martes por la mañana, debía hacerme una analítica y la cita era a las nueve cincuenta. Como hay que ir en ayunas, salí de casa a las nueve siendo mala persona, compré El País y tome el bus para el hospital, pensando como siempre que si llego antes de la hora, antes acabaré y antes podre irme, nunca es así. Cuando llego hay como setenta personas que han debido pensar lo mismo que yo, las citas van con retraso, entrego mis papeles y encuentro un hueco para sentarme. Saco el periódico, ya nadie lee periódicos ni libros en las esperas, todos miran el teléfono y algunos niños juegan con sus maquinas, suspiro con un poco de tristeza y siento que la rara soy yo.
Hay de
todo, mujeres embarazadas, personas mayores, adolescentes, niños como ya he
dicho y a pesar de los letreros diciendo que se apague el móvil, a cada momento
suena la llegada de mensajes y aún así, conforme pasan los minutos el ruido de
las voces se va elevando hasta que llega un momento que una enfermera pide
silencio. No entiendo eso de tener que hablar en voz alta, todo el rato, en
cualquier lugar.
Me gusta
que a los niños que llegan, la enfermera que los atiende les da un chupahups
les endulza la espera y me parece bien, de pronto uno de los niños se echa a
llorar, la enfermera no le ha dado el suyo por despiste y el niño le dice a su
madre que se lo pida, finalmente se acerca él y vuelve a sentarse feliz. Una hora
después salgo del hospital salgo del hospital con menos sangre de la que
llevaba al llegar y siendo muy mala persona; la ausencia de café me convierte
en eso.
La segunda
cita fue el jueves por la tarde en otro hospital, también llego poco antes de
la cita con la misma esperanza del día anterior, y no. En esta sala de espera
hay menos personas, también ruidosas. Me llama la atención un chico que no
levanta la mirada del teléfono ni para responder al saludo, debe ser porque
tiene el sonido del mismo puesto para todo el hospital. A mi lado una pareja
que todo el rato se coge de las manos y él le pregunta hasta tres veces si está
bien allí y si lo quiere, yo creo que están empezando y sonrío.
Más tarde
de la hora citada avisan para hacerme un electro, ponen sobre mi cuerpo
todos esos parches y esas pinzas de colores que me fascinan y todo sale bien;
cuando salgo hay menos personas en la sala de espera pero con más prisas. El
chico del teléfono para todo el hospital ni se ha movido, cuando lo hace se da
cuenta que quien ha llegado después de él ya han salido, pregunta y le toca.
La
siguiente soy yo, una hora después de la de la cita; me atiende un médico muy
repeinado, estrecha mi mano al entrar y pregunta y pregunta, una de estas
es “¿se levanta usted tosiendo y mal por la mañana?”, no, le respondo, me levanto
feliz, y me mira como si no entendiera, quiero decir que aunque a veces cuesta salir de la cama para mí no es
especialmente difícil y que tengo más problemas para salir de la modorra de la
siesta, cuando hago siesta.
Hay una enfermera
también en la consulta. Momentos antes le había preguntado si iba a tardar
mucho y ella dijo “¿eres María Victoria?” al responderle que sí ha sonreído,
con esas sonrisas que llegan a los ojos, las que son de verdad “ahora vas tú,
hay dos personas que no han venido y si vienen, tendrán que esperar” y he
podido ver que es guapa a rabiar, que en su rostro destacan los ojos y que
parece feliz haciendo su trabajo. Salgo de la consulta y le digo a la enfermera
que es guapísima, ella da las gracias y sonríe.
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